Revista los Olímpicos
London París: lo que el tiempo se llevó
El 8 de marzo de 1908 hubo un calor insoportable en Montevideo, según cuenta una miscelánea del diario El Siglo. Era el domingo ideal para una larga jornada de playa o de campo, pero no para ir de compras a 18 de julio y Río Negro. Algunos amigos se lo habían advertido, pero, Pedro J. Casterés se dejó seducir por una poderosa intuición de su esposa. Esa tarde abrió las puertas del más memorable emprendimiento comercial del país, con una audacia digna del esplendor de aquella capital burguesa y afrancesada. Le llamó London París, pero, durante casi seis décadas fue simplemente El London. Un nombre que todavía arranca sonrisas y silencios, repletos de nostalgia.
La tienda y mercería se instaló en la planta baja y el subsuelo del edificio de la aseguradora británica The Standard Life, para ofrecer “lo mejor de Uruguay y lo más bonito que llegaba de las europas", según publicitaba un "speaker" de la popular radio El Águila. El provocativo negocio, concebido por Casterés, creció de la mano del gerente Juan Pedro Tapie y del administrador Marcos J. Siri. Ellos impusieron normas comerciales sin antecedentes: venta directa al consumidor y al más riguroso contado, devolución del importe si el artículo no conformaba y una idea que llamaba a multitudes. “El cliente siempre tiene la razón.”
London París no realizaba liquidaciones, ni descuentos. No tenía agencias, ni sucursales.
El éxito de tan estricta política de calidad y precios superó las previsiones, y también las fantasías. Casterés se puso de acuerdo con la Standard para utilizar todos los pisos del edificio coronado por el mitológico Atlas. Una sólida expansión, pero insuficiente para satisfacer la avidez del público, en principio montevideano, y muy pronto, uruguayo, rioplatense y sudamericano. Antes de 1915 fueron construidos los primeros anexos de la calle Río Negro, hasta completar una superficie de más de 5.000 m2, de pretendida semejanza con las parisinas Galerías Lafayette.
Casterés era el encargado de compras, desde la 69 rue de Chabrol de la capital francesa. Una oficina célebre que estaba “al día con las últimas creaciones y novedades” europeas, pero que no dudó en negociar con Estados Unidos y Japón cuando arreció la Primera Guerra Mundial.
En Montevideo quedó Tapie, responsable de la transformación de la tienda en un magazine de novedades y bazar y forjador de la estrategia de exhibición y venta por departamentos. London París mantuvo una organización casi inmutable en más de cinco décadas de actividad. En el subsuelo estaban los artículos de Menaje y Bazar; en la planta baja, Perfumería y Joyería, Hombres, Óptica, Fantasía, Catálogo, Tejidos, Mercería y Bombonería; en el primer piso la Zapatería; en el segundo, Colegiales, Juguetería y Bebés; en el tercero, Niñas y Confecciones para Señoras y Jovencitas; en el cuarto, Blanco, Higiene, Bonetería y Tapicería, y en el quinto piso, Sastrería y Niños, con el irresistible atractivo de una juguetería única en el continente.
Nadie tenía apuro
“Casi no había vitrinas. Desde la calle se veían los maniquíes luciendo la elegante vestimenta en telas francesas o inglesas. La mercadería era ubicaba entre quienes la miraban y sentían la suavidad de las telas, o degustaban un champagne de Lyon. En la ropa de caballeros, el casimir era inigualable. Las muñecas de porcelana estaban siempre a mano de las niñas que luego las dormirían en sus brazos por largos años. Esa gran tienda se visitaba piso por piso con un elegante empleado que acompañaba al cliente y lo dejaba en manos de un colega cuando cambiaba la sección. Se abría el gran ascensor central y bajaban los matrimonios con sus hijos que antes habían comprado telas y ahora admiraban la cristalería checoslovaca de Bohemia y los platos, jarras y pocillos británicos que luego pasaban de generación en generación. Se pasaban horas recorriendo las secciones. Sabían que el cliente en compañía de esos educados empleados y empleadas terminaba teniendo un trato casi de amistad. Así quienes apenas llegaban desde la calle ya estaban pidiendo por el vendedor de su confianza.” Mirella Pintos, historiadora y directora del Departamento de Investigación de la Biblioteca Nacional y fiel habitué del London.
De “ustedes” y “señores”
Casterés falleció el 27 de octubre de 1920, cuando su London era el mayor comercio de ramos generales de América Latina. En el testamento quedó escrita una frase que solía repetir a su viuda, Juana Grapinet: “Todo el que me ayude a ganar, ganará. Esto no se hereda, se gana y tendrán derecho a ello, aquellos que colaboren en el éxito de la obra.”
Cumpliendo su voluntad, el grupo London París, Tapié & Cia, Sucesores de P.J. Casterés no tenía dueño. El director de la sociedad colectiva, de 234 empleados, era quien aportaba el mayor capital accionario. El palacio de 18 de Julio y Río Negro fue adquirido el 31 de julio de 1924, un año antes del retiro de Grapinet como socia comanditaria.
Tras la muerte de Siri en 1935, y la de Tapié en 1946, la dirección quedó a cargo de Juan Bautista Arricar. “Un empleado que se hizo desde abajo, desde el más modesto cargo del escalafón”, según la memoriosa contable Élida Couto, de 87 años. El nuevo titular transformó la sociedad colectiva en sociedad anónima, pero debió esperar que el Poder Ejecutivo aprobara los estatutos.
La figura legal comenzó a regir el 1 de setiembre de 1947, mientras la firma disfrutaba el record de facturación del año anterior: seis millones de pesos. Por entonces tenía veinte secciones y 853 funcionarios, entre vendedores, administrativos y talleristas, además de manufactureros y confeccionistas a domicilio. En la casa central, de siete pisos y dos subsuelos, fue instalado un generador de energía eléctrica y algunas novedades que causaron furor. Por ejemplo, un exclusivo probador de zapatos y hasta un aparato de rayos X que permitía “ver aquello que los ojos no registraban”.
En 1958, cuando festejó el cincuentenario, era “la mayor institución comercial del país”, con 20.000 m2 construidos, siete camionetas de reparto, y más de 1.100 empleados que se atendían en una policlínica modelo de Medicina Higienista y Preventiva del Trabajo creada por Mauricio F. Langón. Todos gozaban del beneficio de un seguro mutual y podían descansar en dos hoteles: Neo de Piriápolis y Central de Colonia Suiza. Estaban obligados a utilizar impecables uniformes, a sonreír aunque no tuvieran ganas y hasta tenían hora para ir al baño, diez minutos de mañana y diez de tarde. Pero la regla más llamativa era de trato interno: riguroso “Usted” y siempre empleando la palabra “Señor”.
Que no, ni no
En aquel entonces era un orgullo trabajar en El London. Como demostración de la disciplina allí existente se entregaba un librito que contenía el reglamento, que debía ser respetado. La tienda tenía cadetes en todas sus puertas. Si el cliente salía con paquetes se le ofrecía llevárselos hasta el auto, si lo tenía. En días de lluvia, al parar un coche y descender una dama, el cadete se dirigía hacia ella con un paraguas.
Uno de esos cadetes jugaba en la reserva de Peñarol. En lo que sería un domingo glorioso, debutó, con destacada actuación en Primera División. En aquel tiempo el único medio gráfico existente era la prensa, por lo que El Diario de la noche publicó una gran foto del jugador, quitando una pelota a un adversario. Es fácil imaginar su alegría, no solamente por su triunfo, sino por lo que a partir de ese logro le deparaba su porvenir. Al día siguiente, lunes, entre los aplausos y felicitaciones de amigos y admiradores comenzó su tarea, hasta que fue llamado por el gerente que le hizo notar que no era correcto que gastase así sus energías, en el fútbol.
–Sr. Gutiérrez usted debe optar por el London París o Peñarol.
El moreno no dudo un segundo, levantando los brazos gritó con todas sus fuerzas: –¡Peñarol que no ni no! De esa manera renunció.”
Juan Carlos Iglesias, en su columna Añoranzas.
Multiliquidación, multimilagrosa
Arricar falleció a principios de 1963. Fue sustituido por su hijo, Juan Pedro, quien debió enfrentar una compleja crisis de inflación, iliquidez y falta de crédito. “Tengo el recuerdo de una tienda monumental, difícil de manejar, muy anticuada. Yo traté de modernizarla, y así salió La Multi”, afirma Arricar hijo.
No dudó en solicitarle ayuda al publicista Carmelo Lito Imperio para darle destino a un excedente de 34 mil artículos que se habían acumulado en 55 años. “Hubo que inventar una palabra que diera la idea de oferta especial, pero que no dijera liquidación porque, por estatutos de la empresa, estaba prohibido”, cuenta Oscar Imperio, hijo del legendario creativo que propuso llamarle La Multi a la mayor venta masiva de la historia del país.
Muy temprano en la mañana del 1 de julio de 1963, una multitud se agolpó en la esquina de 18 de Julio y Río Negro. Imperio había planeado simular el desperfecto de un viejo camión, pero no fue necesario. El tránsito fue cortado por el público. "Cuando llegué y vi la cola que se desbordaba por San José, Soriano y Maldonado, me quería morir, así que me di media vuelta y me fui", recuerda Nelly Lorenzo, testigo de aquellas horas de frenesí.
Homero Rodríguez Tabeira fue la voz del fenómeno, como locutor encargado de anunciar las ofertas. “Me la vi venir y le dije a Imperio que la avalancha iba a ser incontrolable. No me hicieron caso el primer día. Cuando se abrieron las puertas hubo un ingreso enloquecido, que rompió las vidrieras. Pero, al segundo día se tomaron precauciones de seguridad. La gente entraba trastabillando. Compraban, tiraban las cosas por la ventana, a otros que esperaban afuera, y seguían comprando. Recuerdo a una muchacha que llegó temprano, le dejó su bebé a la señora Arricar y volvió a buscarlo a las doce. Allí comprendí el poder de la publicidad.” La insólita liquidación, que duró quince días, atrajo excursiones de argentinos, chilenos, paraguayos, brasileños, y fue informada por The New York Times que publicó una foto que describía la desesperación de miles de clientes que aguardaban en la calle. “Multimilagro”, tituló El País del 2 de julio. “Fue lindo y fue triste a la vez, porque nos dimos cuenta de la decadencia”, evoca la ex empleada Gladys Delacroix, secándose las lágrimas.